La batalla de los colores
- Juan Jesus Jiménez
- 9 abr
- 2 Min. de lectura
El 6 de julio de 1495, las aguas del río Taro, en la llanura de Parma, dejaron de ser transparentes para convertirse en un lienzo bélico. Soldados venecianos, bajo el mando del condottiero Francesco Gonzaga, vertieron barriles de tintes rojos y verdes en sus corrientes, creando un espectáculo psicodélico diseñado para confundir a las tropas francesas de Carlos VIII. Este episodio, conocido como la Batalla de los Colores, fue una de las estrategias más surrealistas del Renacimiento italiano, donde el arte de la guerra se mezcló con el de la pintura.

Carlos VIII había invadido la península con un ejército moderno equipado con cañones, amenazando los estados italianos. Venecia, líder de la Liga Santa (una alianza de ciudades-estado contra Francia), necesitaba una ventaja táctica. Gonzaga, conocedor de que los franceses dependían de señales visuales para coordinar ataques, ordenó teñir el río con pigmentos de:
Rojo de rubia: Extraído de raíces de plantas, usado tradicionalmente para teñir telas.
Verde de malaquita: Un mineral tóxico que en grandes cantidades irritaba los ojos y la piel.

El resultado fue un paisaje alienígena: los caballos franceses se negaban a cruzar las aguas coloreadas, los soldados confundían las manchas con sangre o banderas enemigas, y la corriente arrastraba los tintes formando remolinos que semejaban tropas en movimiento.

Aunque la Liga Santa frenó el avance francés, la batalla dejó 4,000 muertos y se decidió por una retirada táctica. Carlos VIII escapó, pero perdió su botín de guerra: un tesoro que incluía el primer libro impreso en francés (robado en Nápoles) y 50 cuadros de Botticelli.

Hoy, una placa cerca del Taro recuerda este episodio como "el día en que la guerra se volvió arte". Y aunque los tintes se diluyeron hace siglos, su estrategia inspiró tácticas de camuflaje militar moderno. Como escribió el historiador Francesco Guicciardini: "En Fornovo, los venecianos no ganaron con espadas, sino con pinceles".
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